11 agosto 2013

Vanidad de vanidades. Reflexiones tras una misa de verano


Tenía pendiente contigo mi reflexión acerca de las lecturas que el pasado domingo tuve el gusto de compartir con otros fieles en la iglesia de San Benito, que como sabes alberga la Sagrada Imagen de Nuestro Padre Jesús Despojado de sus vestiduras y que en poco más de mes y medio, si Dios lo quiere, acogerá también la de Nuestra Madre, María Santísima de la Caridad y del Consuelo.

La primera lectura está extraída del Libro del Eclesiastés. El Eclesiástico pertenece a los libros sapienciales y su nombre viene a ser algo así como el libro del “asambleísta o congresista”, pues es el significado de lo que su autor, Qohelet, se atribuía. Y este buen hombre nos cuenta que todo es vanidad. “Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave desgracia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es vanidad”

¡Vaya tela con el “asambleísta”! Primero nos revela que la vida es pura y dura vanidad y después nos plantea el interrogante de si todo nuestro esfuerzo, en el trabajo, en la casa, en los estudios, en la hermandad, conlleva algún provecho para nuestro alma, para nuestro espíritu, o si por el contrario – vanidad de vanidades – solamente hacemos las cosas por obligación, por intereses materiales, por buscar la ambición y, por tanto, para aprovecharnos de los demás. O sea, todo lo contrario a lo que Jesús nos vino a decir y por lo que entregó su vida en la cruz.


En la segunda lectura, mi admirado Pablo no se queda atrás. Y se “despacha” con una de sus cartas a los Colosenses, a los que ante la próxima venida de Cristo, les invita a “dar muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del hombre viejo, con sus obras, y revestíos del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo. En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.”

Serio y complicado asunto el que nos plantea San Pablo y que si apropiado era para los Colosenses, no lo es menos para muchos de nosotros - yo también me incluyo, por supuesto -. Claro que a algunos se nos nota más que a otros eso de que “no predicamos con el ejemplo” o que decimos o pensamos una cosa y hacemos lo contrario. Y estoy seguro que muchos lo intentamos y nos comprometemos, tras el arrepentimiento y el perdón por haber errado una y otra vez, a no volver a incurrir en ello, pero nuestra debilidad humana nos lleva a caer de nuevo en el pecado. La Cuaresma o el Adviento suelen ser momentos en los que más fuerte es nuestro propósito de renovación, de “despojarnos” de todo lo viejo, lo obsoleto, lo rancio, incluso de lo que genera dolor propio y ajeno. Don Fructuoso Mangas venía a afirmar en su homilía del domingo, con su peculiar tono de voz, que lo verdaderamente importante “es saber quiénes somos, no sólo lo que tenemos; no sólo saber a dónde vamos, sino de dónde venimos”. Sabias palabras páter, que se podrían resumir, si me lo permite, en que lo realmente valioso es “ser” y no “tener”.


Por último, el Evangelista Lucas nos ofrece la parábola de aquel “hombre rico que tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”.

Se me viene a la mente una época no muy lejana en la que pude compartir con un grupo de amigos y amigas la ilusión por un proyecto en el que lo verdaderamente importante no era “acumular riquezas” sino poner todo nuestro trabajo y voluntad al servicio de una comunidad, de los demás. No era fácil, pero teníamos todo a nuestro favor: Jesús era nuestro mejor modelo. Su amor, su inmenso amor, nos hacía fuertes. Escuchábamos su llamada cada día, no tenía necesidad de llamarnos necios, aunque alguna vez lo mereciéramos, y ello nos acercaba a quienes más necesitaban de nuestra presencia, de nuestro cariño, de nuestro amor. Pero, y entono el mea culpa, de la necesidad hicimos virtud, y ello nos apartó del camino que nos llevaba a Él, para adentrarnos en el camino de la codicia, de la ambición, de la avaricia – que diría San Pablo – y empezamos a atesorar odios, rencores, envidias y no sólo nos alejamos de los preferidos por Jesús y de su doctrina, sino que nos convertimos en auténticos necios donde es más importante “el tener que el ser” o peor aún, el “ser” es pura fachada que esconde las miserias propias del género humano en la incesante búsqueda de la satisfacción del propio ego, donde, a través de una doble moral, todo es pura vanidad sin sentido y olvidando que polvo somos y al polvo volveremos”.